El olvidado arte de contar la vida de los otros

David James Poissant (Nueva York, 1979) es parte de una nueva generación de escritores estadounidenses que buscan seguir la larga tradición narrativa de su país. Heredero en estilo de Richard Ford, su obra plasma los conflictos y el fracaso de las relaciones interpersonales en tiempos dominados por las lógicas de mercado. En una entrevista indica con fuerza una temática recurrente en sus escritos “la familia puede ser una secta o la bestia que te salva”.

Su libro de relatos “El cielo de los animales” (Edhasa, 2017) fue un gran descubrimiento y lo elevó a una posición de élite entre los narradores jóvenes estadounidenses. Su prosa limpia y sin pretensiones de grandeza refleja las desdichas de personas que sucumben ante la incomunicación producto del modelo económico. En sus cuentos se refleja la dificultad de reconciliarse con un pasado que no puede ser alterado y la esperanza, iluminada en ciertos pasajes del libro, se disuelve en desolación y resignación.

Terminar de leer los 15 relatos deja una sensación de vacío como si la vida fuera un recipiente que jamás pudiera ser llenado. Somos conscientes de la densidad de esos cuentos y las frustraciones porque también buscamos, sin éxito, el significado de la vida en los otros.

Lo mismo sucede con la novela “Vida de lago” (Edhasa, 2021). Es el último verano de vacaciones en la cabaña de lago de la familia Sterling. Los padres, Richard y Lisa, para asombro de sus hijos, Michael y Thad, han decidido venderla y mudarse a Florida en busca de una nueva oportunidad producto de un engaño. Durante un fin de semana, repleto de pugnas y desengaños, los personajes sobreviven a la tragedia de un niño extraño que muere ahogado ante sus ojos. El miedo a la soledad y a la vejez revive viejas heridas, y los personajes se niegan a ver el fracaso en sus propias relaciones. Parecen restos de personas: loza rota que ha sido pegada a la fuerza.

Simulacros de escritura

Poissant dice en una entrevista “me interesa la idea de que los que más amamos tienen la capacidad de hacernos daño. Amar es abrirse al potencial de daño” y agrega “me interesan las formas en que la tragedia puede ser contagiosa. Cuando una pareja se divorcia, sus amigos más cercanos a menudo cuestionan su propio matrimonio. Cuando un niño muere, los padres sostienen a sus hijos con más fuerza al día siguiente”.

El gran talento de Poissant es alejarse de sí mismo para narrar. Guardar esa distancia necesaria para contar historias y no recurrir a artificios emocionales que solo expresan la banalidad y el ego del que escribe.

La agotada literatura del yo, de la autoayuda facilona, de la frase narcisista de amor propio para vender poleras y tazones, se rompe en un tedio espantoso como una selfie repetida cien veces en un perfil de Instagram. El olvidado arte de narrar la vida de los otros, algo básico en la escritura de ficción, ha quedado relegada a este simulacro de escritura que poco exige de los lectores y que solo enaltece una falsa empatía o una supuesta justicia social.

La aparición de Poissant es, en cierto modo, esperanzadora porque regresa a los fundamentos básicos de la ficción. Así como los fantásticos cuentos de Lorrie Moore y Chris Offutt, el autor es capaz de salirse del yo y mostrar la pobreza espiritual de un mundo donde nos convertimos, día tras día, en productos publicitarios para ser consumidos.