In Memoriam: Patricio Aylwin, a 7 años de su fallecimiento

Hoy se conmemoran siete años del fallecimiento del ex Presidente Patricio Aylwin, destacado político demócrata cristiano que pasó a la historia por encabezar la transición tras la dictadura de 17 años de Augusto Pinochet.

Su período presidencial, se desarrolló con austeridad en un país muy marcado todavía por la impronta militar y con una situación política muy compleja. Él y su gobierno se enfrentaron a la difícil misión de restablecer la democracia bajo la mirada vigilante de las Fuerzas Armadas, en un período en que sus integrantes aún gozaban de las garantías que ellos mismos habían establecido y en el cual la lealtad del estamento castrense hacia Pinochet era inquebrantable.

Sus primeros proyectos de ley estuvieron destinados a someter al poder militar al poder civil y a desarticular los aparatos represivos de la dictadura, iniciando la denominada «transición a la democracia». Dado que la Ley de Amnistía de 1978 permanecía vigente, como Presidente de la República decretó la creación de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación para esclarecer los crímenes contra los derechos humanos cometidos durante la dictadura. En marzo de 1991, dicha comisión presentó el «Informe Rettig», en el que se detallaron las violaciones a los derechos humanos ocurridos durante dicho período.

Pocos días después de su muerte -19 de abril de 2016-, El Mostrador publicó la columna Aylwin: elogio de la Sobriedad, de Renato Garín. Con motivo del séptimo aniversario de su fallecimiento, este medio vuelve a publicar la columna debido a su interés público.

Aylwin: elogio de la Sobriedad [ARCHIVO]

Por Renato Garín

El Profesor Patricio Aylwin tenía una pasión: el derecho administrativo. Este dato explica muchas cosas, tanto en su carrera como en su personalidad. Los administrativistas suelen ser personas introspectivas, sobrios, algo grises si se quiere, aunque profundamente apegados a los textos legales. El derecho administrativo es una disciplina particularmente interesante pues no goza de especial popularidad entre los estudiantes, por ser considerado el hermano burocrático del technicolor constitucional. Sin embargo, es frecuente que los estudiantes de posgrado o los académicos jóvenes se interesen en el océano administrativo. Es interesante también, porque los grandes profesores de derecho administrativo suelen hombres influyentes. Así, por ejemplo, el Profesor Enrique Silva Cimma, un masón militante del Partido Radical, es una pieza fundamental del derecho administrativo chileno, a la vez que fue Contralor a mitad de siglo, también fue el primer Canciller de la transición, miembro de la Corte Suprema, Senador y un eximio articulador político forjado al calor del principio de legalidad.

El Profesor Carlos Carmona Santander, un camarada de Aylwin, es otro administrativista sumamente influyente. Apodado “La República” por sus estudiantes, es conocido por haber sido el cerebro jurídico de La Moneda por más de una década. Sus métodos están presentes en la legislación del gobierno de Lagos y del primer gobierno de Bachelet, donde se observó la mayor rigurosidad jurídica de este período. No es casualidad que Carmona sea hoy el Presidente del Tribunal Constitucional, pues esto responde no solo a sus indudables méritos como jurista, sino también al peso relativo que ha ganado el derecho administrativo en nuestra cultura jurídica. Hoy, el derecho administrativo se ha vuelto popular bajo otras etiquetas más seductoras: “regulación”, “políticas públicas”, “contratación pública”. Por la influencia de Carmona y otros profesores, hoy el derecho administrativo vive un auge nunca visto en décadas pretéritas.

Austeridad

Jung hablaba de los arquetipos como ideas colectivas que habitan nuestro inconsciente. En ese sentido, el profesor de derecho administrativo es un arquetipo muy claro en nuestra tradición jurídica, especialmente en el siglo XX. Son hombres estrictamente apegados a las leyes, sobrios, siempre vestidos de colores que no llamen la atención, que hablan bajito, aunque son sumamente precisos e incisivos. Es de temer discutir o llegar a enemistarse con un administrativista, son personas de carácter fuerte pues su arquetipo así se los demanda. En esta línea también aparece el ex Contralor don Arturo Aylwin, quien comparte todas estas características. Otros Contralores influyentes, como don Gustavo Ibáñez, que tuvo que soportarle el genio a Alessandri Palma en los treinta, también se ajustan a este perfil. Parecida situación para don Agustín Vigorena, el Contralor de Aguirre Cerda, o don Osvaldo Iturriaga Ruiz, que pervivió en su cargo desde Pinochet hasta Frei Ruiz-Tagle. Una estructura de personalidad similar encontramos en el Profesor Ramiro Mendoza, ex Contralor y hoy decano de una de las escuelas de derecho más influyentes del país.

Así, el arquetipo que informa la consciencia de Aylwin tiene mucho que ver con todos estos personajes, incluido su hermano Arturo. El derecho administrativo como pasión permite entender cómo Patricio Aylwin hacia carne alguna de las más queridas virtudes de la clase media chilena de mitad del siglo XX. Ser sobrio implicaba no llamar la atención, no ostentar, no presumir, no quejarse, no decir nunca todo lo que se piensa, no por miedo o por estrategia, sino porque no se hace. En seguida, la austeridad no se trata solamente de no tener lujos, sino de no depender de nadie. Si tu vida es cara, dependerás de mucha gente para sostenerla, si tu vida es barata podrás ser un poco más libre. Si les enseñas a tus hijos a ser austeros, tu familia será más próspera no por tener más dinero, sino porque tendrán menos codicia y a menos codicia hay prosperidad espiritual. Que es mejor tener libros que tener plata. Que con menos se vive mejor. Son esos los valores que permitieron a Aylwin, un abogado brillante que podría haber sido millonario, dejar la Presidencia de la República y volver a su casa, de la cual nunca se movió. Aylwin no buscó fama internacional, no pretendió ser el Mandela chileno, no fundó una empresa de lobby ni pretendió elegirse en un escaño en el Congreso. Muchas lecciones hay en esa decisión, en la austeridad de la política, la austeridad propia del derecho administrativo. Muchas lecciones para abogados que buscan la riqueza en Isidora Goyenechea o en la Costanera que lleva el nombre de nuestro más grande jurista: el venezolano Andrés Bello López.

El derecho administrativo como pasión permite entender cómo Patricio Aylwin hacia carne alguna de las más queridas virtudes de la clase media chilena de mitad del siglo XX. Ser sobrio implicaba no llamar la atención, no ostentar, no presumir, no quejarse, no decir nunca todo lo que se piensa, no por miedo o por estrategia, sino porque no se hace

Los zapatos lustrados, los domingos de fútbol en la radio y misa en la iglesia del barrio. Los lunes de melancolía y de comentar los diarios en los pasillos de la Escuela de Derecho. Primero con sus compañeros de curso socialistas como don Clodomiro Almeyda, luego con sus colegas radicales como Eugenio Velasco o un prometedor joven de apellidos Lagos Escobar. El resto del tiempo para hacer política en la falange, aunque siempre cerca de los socialistas, intuyendo quizás el futuro. Y vaya si tuvo tiempo para enrabiarse como buen irlandés y vasco, mezcla de las dos razas más testarudas de Europa. Siempre había tiempo para escribir sin plagiar, para formar discípulos sin armar un club de fans. Tantas lecciones que pueden tomar hoy los académicos jóvenes. ¿Alguien se imagina a Aylwin con traje slim fit modelando por los pasillos del arquitecto Martínez?

Es un guión que muchos grandes hombres compartieron. Solo en ese contexto se puede explicar una figura como Aylwin y pasión por el derecho administrativo que lo llevó a escribir su célebre manual, que todavía es material de estudio en las fotocopiadoras y en las bibliotecas. Es también, una sobriedad propia de una forma de entender el catolicismo, muy vinculada al Concilio Vaticano Segundo, y a la clase media chilena. Es un catolicismo que, aparte de las nociones sobre justicia social, entiende que es el trabajo la forma de realización espiritual. En esto, el catolicismo de Aylwin es parecido a Calvino, trabaja y no pretendas que Dios cumpla todos tus deseos. Calvino lo dice muy claramente citando el Libro de Job:

“La mejor prueba que podía dar Job de su paciencia era decidir permanecer completamente desnudo, en la medida en que eso era lo que complacía a Dios. Seguramente los hombres resisten en vano; puede que tengan que apretar los dientes, pero sin duda regresan totalmente desnudos a la fosa. Incluso los paganos han dicho que sólo la muerte muestra la pequeñez del hombre. ¿Por qué? Porque poseemos un abismo de codicia, y nos gustaría engullir toda la tierra; si un hombre posee muchas riquezas, viñas, prados y posesiones, no es bastante; Dios tendría que crear nuevos mundos si pretendiera satisfacernos”. (Juan Calvino citado por Harold Bloom: ¿Donde se encuentra la sabiduría? Paidós, 2013.

El arquetipo del administrativista sobrio se complementa entonces con un catolicismo muy propio de las clases media de mitad de siglo. Aylwin entendía a la perfección este pasaje de Calvino, en el sentido de que entendía que somos un abismo de codicia, que nos gustaría engullir toda la tierra, que nunca es bastante y que Dios tendría que crear nuevos mundos para satisfacernos. Esto no quiere que Aylwin no haya tenido ambición, pues claro que la tuvo, no se llega a Profesor de la Escuela de Derecho sin ambición, no se llega al Senado sin ambición, no se llega al CODE sin ambición, no se llega a ser el candidato de la Concertación sin ambición. Que lo diga don Gabriel Valdés si acaso el Profesor Aylwin no tuvo ambición. Esa ambición, sin embargo, encontró un coto, un fin, al terminar su presidencia. Podemos decir que bueno o malo, tibio o kamikaze, podemos preguntar quién decide lo posible, y contestar para la galería. Digan lo que digan: Aylwin se fue para la casa. En esto, solo encuentra comparación con otro contemporáneo, el profesor de derecho económico Carlos Altamirano Orrego.

Alcotest a la historia

¿Es siempre buena la sobriedad? Difícil pregunta, en un país que ha vivido varios ímpetus revolucionarios. Aylwin pagó los costos por su excesiva sobriedad, su apoyo incondicional a Frei Montalva, cuando los jóvenes revolucionarios de la DC le quebraron el partido. Ellos acusaban a Frei y a Aylwin de “amarillos”, es decir, de estar transando el programa de la revolución en libertad. Entre esos jóvenes destacaba un joven de Ovalle llamado Enrique Correa Ríos. El quiebre entre ambos, y su reconciliación posterior, tiene que ver no solo con la política, sino también con el carácter. Correa era entonces un apasionado joven, un teólogo en potencia, un orador que más parecía un cardenal que un dirigente que seguía a Rodrigo Ambrosio en la formación del MAPU. El Correa que se reencuentra con Aylwin es otro. El paso fundamental es el tremendo apoyo de Correa a Aylwin como candidato presidencial en 1988, de la mano de Clodomiro, movimiento que cerró rápidamente el flanco socialista de Aylwin.

Aylwin provenía de San Bernardo, lo que constituye un dato clave para entenderlo. Su padre era un masón que llegó a ser Presidente de la Corte Suprema, aunque no por esto su familia fue parte de la elite dirigente de mitad de siglo. En cierto sentido, Aylwin es un afuerino en Santiago, un provinciano que se crió rodeado del polvo, los peladeros y los cultivos del valle central. La sobriedad también emana de ahí, de saberse un extranjero en tierras colonizadas por otros. Eso le entrega una característica cercana al arquetipo del huaso chileno: era ladino, lo que quiere decir astuto o “cazurro”. En este aspecto, y quizás en algún otro, se parecía bastante a Pinochet. Quizás esa sea una forma de entender la relación entre ambos, eran dos huasos ladinos. Más allá aún: quizás el país eligió a un huaso ladino democrático para poder lidiar colectivamente con el huaso ladino dictatorial.

Todo el gabinete de Aylwin está formado con el criterio de la sobriedad. Sobrios y ladinos, todos. Enrique Krauss es el Ministro del Interior más sobrio que hemos tenido. Mismo criterio para Boenninger, el tecnopol por excelencia de la transición, solo comparable con el sobrio Alejandro Foxley que no necesitaba presumir de posgrados. Correa Ríos en los noventa era un hombre sobrio, sin lenguaje apasionado, siempre vacunado contra el conflicto insoluble, especialista en deshacer nudos gordianos y nunca cortarlos. Otro ladino Ya sabemos que en la Cancillería colocó a su colega Silva Cimma, doctor en sobriedad y buen tono. Fue esa sobriedad lo que Aylwin aplicó para ignorar a Pinochet, para banalizarlo y con ello desactivar su poder de aterrorizar a la población. ¿Fue demasiado blando Aylwin, debió haber perseguido con más fiereza los crímenes, con mayor rigor las privatizaciones, con más decisión el modelo? Probablemente, aunque era difícil pedirle otra cosa a una persona que trae consigo los arquetipos antes señalados y que cargaba con la culpa católica y republicana de la comunidad política quebrada, de la Escuela de Derecho intervenida por Rosende, de su amigo Clodomiro distanciado por considerarlo golpista.

Esta sobriedad de los gabinetes se fue perdiendo, pues también se perdió la sobriedad de los presidentes. La transición se volvió televisiva, plástica, la farándula penetró no solo con sus rostros sino con sus lógicas. Se hizo trivial la política, se levantó la figura presidencial al rango de figura pop, cuestión que a Aylwin nunca le habría satisfecho. Quizás, una de las claves para entender esto es que en la sobriedad de Aylwin hay algo muy profundo: tomaba poco alcohol. Esto puede parecer una tontera si no fuera por los libros e investigaciones que existen sobre la relación entre el alcohol y determinados líderes históricos. Winston Churchill y George W. Bush, por ejemplo, comparten el rasgo del gusto por la bebida. No menos sensibles a los elixires eran el General Franco en España, Perón, Galtieri y Videla en Argentina. En la historia de Chile, los dos presidentes suicidas comparten este rasgo, tanto Balmaceda (el héroe de los liberales) como Allende (el héroe de los socialistas) tenían debilidad reconocida por el alcohol, el veneno de occidente como lo llamó Nietzsche.

Hay una relación interesante entre la euforia del alcohol y la euforia de determinados líderes políticos. Esto no es solo un rasgo sicológico, sino también un rasgo político de una forma de ejercer el liderazgo. Cuando un líder político gusta del alcohol en cantidades excesivas, su entorno y sus relaciones de confianza comienzan a gestarse en torno al núcleo de se alcoholiza con él. Esto ocurrió en todos los casos citados, pues, obviamente, no hay mejor negocio que emborracharse con un líder político, no hay mejor manera de ganarse su confianza y conocerlo en la intimidad. Aylwin, en cambio, no hacía política así. No se emborrachaba con sus cercanos ni abusaba de los elixires. Y eso que siempre la tentación es grande pues los admiradores y admiradoras, los interesados y los fieles, siempre tendrán interés en producir ese espacio. Aylwin no entró nunca en ese juego, lo íntimo nunca estuvo relacionado con la política. ¿Alguien se imagina a Aylwin vagando por los pasillos del Congreso en las mañanas con una bebida isotónica para pasar la caña?

Esta distancia entre él y sus cercanos, esta mampara entre su vida en calle Dinamarca y su gobierno en La Moneda, le permitió tener el espacio para reclutar a personas que nunca fueron sus amigos. No es claro que Boenninger y Aylwin fueran tan amigos antes de coincidir en el gobierno, es evidente que Aylwin y Correa tenían una distancia de décadas, pues también la tenía con Clodomiro, e incluso con Belisario Velasco, que firmó la carta de los 13 (tácitamente contra Aylwin) tuvo un espacio como subsecretario. ¿Cuántos políticos de hoy podrían reclutar a personas que no son sus amigos para gobernar? ¿Cuántos pueden construir esa mampara entre su intimidad y sus afectos privados y los intereses de la república y el Estado?

Se pueden decir muchas cosas sobre Aylwin. Habrá espacio para matices, paradojas y contradicciones. Su vida misma esta plagada de esas vueltas y revueltas que produce la historia, como un huracán febril que nos arrastra a posiciones impensadas. Ya tendrán tiempo los historiadores para enjuiciarlo. Digan lo que digan, siempre quedará en nuestro inconsciente el arquetipo que el Profesor Patricio Aylwin Azócar supo encarnar: el hombre de clase media sobrio y austero. Son dos características que la clase política actual bien podría imitar. En caso de que no sean capaces de hacer eso, bien pueden hacer lo que el Profesor Aylwin hizo tan dignamente: irse para la casa a leer derecho administrativo.

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