La novela plantea un viaje de regreso a Ítaca, no el lugar geográfico, sino a un sitio del espacio sin tiempo donde se encuentra el hermano, donde se reencontrará consigo mismo.
Será un viaje extraño, nunca en línea recta, desde Puerto Aysén pasando por la capital, para luego retornar a Linares donde se halla la tumba de Vicente. Un viaje al que le faltó algo de su locura, no esa especie de compasión impostada por los vecinos, una piedad que Juan recuerda con remordimientos. La muerte de Vicente producto de un infarto en plena vía pública lo ha descolocado. No lo previó y al principio de su periplo geográfico concibe a su hermano (aún distante) a través de las palabras de un locutor radial: el adelantado del pueblo, el niño grande, el genio demente que le mostraba a todos lo insustancial de esta vida.
La vida son acaso unos capítulos perdidos de esta misma novela que corre el peligro de naufragar en la memoria del autor. Un sueño intenso que sólo puede recordar a medias, una escritura que emprende para reencontrarse con Vicente que existe alojado en algún rincón de su cerebro. Esos capítulos perdidos simbolizan el descenso hacia la muerte, las interrogantes sobre quiénes somos y quiénes queremos ser, navegando como dementes endemoniados.
Vicente en su lucidez encontrada anunció la venida del Anticristo. El golpe de gracia del Diablo, ese virus invisible más destructivo que las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Se multiplica por la simple respiración, esa que permite la vida y ahora provoca la muerte tras una exhalación. Las fuerzas del mal han llegado para quedarse, esa banalidad del mal que permite guerras, explotación infantil, destrucción del medio ambiente, mientras seguimos multiplicándonos hasta el infinito. La obra del hombre ha generado cambios en el clima, inundaciones y sequías que nos irán condenando a la extinción.
La mirada clavada al suelo de Vicente, quién escudado bajo el disfraz de la locura, espía a los vecinos tras la cortina y Juan también ha empezado a observar desde los márgenes como su hermano, que carga una esquizofrenia dictada por psiquiatras, un choque invisible de neuronas tan invisible como este virus que azota el orbe.
Recuerda a su hermano mirando al cielo, con gesto de sorpresa, buscando seres inteligentes de otras constelaciones, con seguridad pasmosa, mientras fuma uno de sus cigarrillos. Vicente observaba el mundo desde la ventana, un verdadero espía manejando el pulso del barrio. Ahora entiende que lo que captaba Vicente era un reflejo de su propia perspectiva. En el fondo, se van transformando en un solo ser indivisible.
El viaje geográfico transita por los recuerdos de personas del pasado. El aroma a rosas del padre Pío y la luz incandescente que se llevó al perro Calpún, ellos ya han partido pero no han muerto, simplemente lo esperan desde el otro lado. Visualiza la sonrisa de su hermano, conocedor del sinsentido de la vida, sin embargo, acá en la tierra reside nuestra eternidad. Vivimos en los pensamientos de los que quedan, la muerte sólo tiene sentido para los que lloran a sus muertos. Fanny Torres rozó los cabellos de Vicente en su peor brote esquizofrénico, le dio unas horas de afecto sincero, colmó la ausencia de amor que provoca el sufrimiento. En un recuerdo caleidoscópico, Fanny evoca al taxista que le dijo que el Anticristo sólo se llevaría a unos pocos.
El miedo es un poderoso aguijón que nos mantiene alertas en nuestra travesía por la espesura del bosque. Miedo a la muerte, aunque Juan recuerda la impronta del Towe irradiando la serenidad de un monje tibetano, observando el mar al tiempo que se desprendía de su cuerpo corrupto por el cáncer, como si hubiera descifrado en sus últimos minutos los códigos de este mundo detestable. El tío Towe era idealista y Vicente un loco, ambos ingenuos incomprendidos por la vorágine de esta sociedad, tal como Marcial Balbuena, cuyos electroshocks le hicieron percibir el futuro: la incontrarrestable llegada del Anticristo.
La emoción del miedo, en suma, todas las emociones resultantes al relacionarnos con otros. En sus cerebros se anida la existencia de Vicente, a quién el autor recuerda, siempre observando desde el umbral de esta vida que parece un sueño. Juan intenta despertar de la habitación de su infancia, a muchas puertas de distancia de ese muro insignificante que lo separa de la habitación de su esposa. No puede volver, está muriendo y no se ha alcanzado a despedir. Despierta y la pesadilla accede a otro andén dentro de este otro sueño.
El viaje lo va acercando a su hermano. Un viaje existencial donde las emociones se van aquilatando. Ya no es esa piedad genérica lo que define a Vicente, la novela refleja ese diálogo profundo que lo transporta al otro lado del espejo, a compartir con el alma de su hermano, una conversación cariñosa, un encontrarse consigo mismo en un abrazo fraterno, sentido, acariciando el recuerdo de un viaje interior, muy íntimo, pero al mismo tiempo, la voz de Vicente coloca al lector en ese precipicio que es nuestro mundo y al borde de ese abismo Juan comprende la complejidad de su existencia a través de los ojos del hermano. La travesía pacifica su alma y le da sentido al sinsentido.
Observa a través del ventilador mecánico, entre tubos que mantienen vivo a su cuerpo físico. Recuerda a los militares cerrándole el paso, tomándole la temperatura, no permiten más de 38 grados, verifican si es apto para la vida, lo desinfectan y alzan la barrera de contención de ese campo de concentración.
El virus se ha esparcido por todo el mundo, una nube tóxica ha sido devuelta desde tierras orientales. No es radiactiva, pero tiene como misión llevarse la corrupción de gobernantes, de las organizaciones internacionales, así como los estallidos sociales que se propagan a través de las redes. Los traficantes de drogas y pederastas serán arrasados por este virus invisible que se llevará a algunos, para que los sobrevivientes forjen otro mundo desde las cenizas. El bien y el mal se mimetizan en uno solo. El Anticristo ciega vidas para que otros ángeles terrenales construyan un futuro esperanzador.
Las noticias de estos tiempos sin tiempo son idénticas. Las redes sociales las esparcen mientras la naturaleza nos desafía. En algún momento habrá que romper ese círculo vicioso.
La pandemia permitió volcarnos hacia nuestras familias. Juan recuerda a su nieta Sayén que lo reconoció desde siglos remotos. Almas gemelas que compartían un mismo punto del espacio-tiempo. Un par de ángeles le dio la bienvenida y tras catorce años ha tenido que cambiar el mundo femenino, ahora bajo el masculino nombre de Mikael, aunque su hermanito reconoce su origen andrógino y pronuncia Mika, con la capacidad de observar la vida desde una perspectiva más generosa, al igual que Vicente con sus múltiples y contradictorias explicaciones del mundo. En ese instante precioso que vale una vida, Juan y Mikael acuden a una playa cercana y una danza de delfines le prodiga un bautizo cósmico, donde ambos comparten sus lágrimas dentro de este mundo caótico.
Juan Mihovilovich se refugió lejos de la civilización, lo anticipó muchos años antes, para escapar del maligno virus. Pero ya no hay escapatoria, como le confesó su hermano. Va llegando al final de su recorrido, viajando de Talca a Linares. Un guardia kafkiano le impide el paso al camposanto y una llamada providencial le entrega un salvoconducto para acceder al sepulcro. Es la última estación, aunque Vicente ya no reside en esa tumba. Lo observa desde todos los lugares y todos los tiempos, con un ademán infantil y una sonrisa en los labios.