
La escritora Pía Barros, una de las grandes de la literatura chilena, ha señalado en innumerables ocasiones que no existe frase más seductora e inquietante que la sempiterna “había una vez…”.
Esas tres palabras tienen el poder de transportarnos a mundos tan increíbles como improbables; habitar en millones de pieles que aman, odian, temen, sangran, matan para elevarnos al cenit del éxtasis; a ras de piso experimentar algo que jamás creímos posible o desgarrarnos y enviarnos al más cruento de los exilios en territorios inhóspitos —acaso al mismo averno— y así, padecer en carne propia una historia prestada que bien puede fagocitar e imbricarse en nosotros.
Es en este tránsito donde algo se modifica, cambia; algo muere o se devela para ofrecernos una nueva perspectiva y cuando el fenómeno sucede ya no hay vuelta atrás. Tal es el caso con esta obra: nueve cuentos; nueve excusas literarias en donde al horror, la carencia, la ternura, el dolor, las ausencias, la memoria, los pactos, la muerte y la locura deberían tratárseles como a un personaje más.
La travesía a la que Martín Sepúlveda invita en su segundo libro de cuentos es tan cautivadora como terrible. Poblada de imágenes crudas y personajes fascinantes; de diálogos y silencios angustiosos y de contextos tan crueles como redentores, la obra subyuga, escoce y conmueve.
Como si del mismísimo Caronte se tratara, el autor no hace más que pedir un justo tributo a cambio de llevarnos hacia la otra orilla: romper con las celosías canónicas del género, olvidar los resquemores que despierta lo atávico y permitirnos reconocer al ser escatológico, morboso y visceral que habita en nosotros, tan mal visto en una sociedad de formas cínicas y culturalmente sesgada, cuando se trata de narrar desde la brutalidad, la violencia y los márgenes —y eso bien lo sabe Santiago-Ander, editorial independiente que publica este libro y no cede ante tal vacuidad—.
Pagado el óbolo, me despido de los que aún vagan por la ribera y no somos pocos los que accedemos a salir de esa geografía apática. Sepúlveda da el pase para abordar y conduce la barca por este Aqueronte arremolinado con astucia y valentía en los cuatro primeros cuentos.
En “Entre las llamas”, el autor nos hace habitar en la psique de un hombre al servicio de otros, mortificado por sus llamas internas y atizado por el sentido de una justicia draconiana, cuyos huesos podemos sentir calcinándose en la medida que nuestra empatía se hace ceniza.
En “Última marea”, el llamado inequívoco de lo que existe más allá del delgadísimo velo que separa la realidad material del gran misterio, se transfigura y encarna en una serie de acciones que no escampan con tal de obtener la ansiada respuesta, no importando el costo.
En el relato “Los perros perdidos”, el terror colectivo se siente, vibra y desemboca en un grito de espanto por quién aúllan las bestias así pasen generaciones y, ya en “Taxidermia”, es imposible no escuchar con claridad los ecos de otros barqueros, más bien, capitanes de regios navíos y expertos en las lides del terror y lo ominoso: Bierce, H.P. Lovecraft, Poe y Stephen King, por nombrar algunos.
Y aún queda transitar por un buen trecho.
En los textos que siguen, Sepúlveda sorprende con un golpe de timón inclemente y delega el remo a quienes estamos a bordo, limitándose sólo a guiarnos. Con un registro de lenguaje que no escatima en el más mínimo detalle, hay que aceptar tal voto de confianza y es que es un hecho: no hay mapa ni astrolabio del que el autor dependa en su calidad de narrador; conoce el camino, lo recrea a ojos cerrados, sabe qué seres y fantasmas moran en este torrente.
Prueba de ello son las desgracias familiares, la culpa primigenia y la imposibilidad de escapar del destino, lo que brama furioso como un monstruo en “Otro funeral”; antes de poder siquiera celebrar el hecho de resultar ilesos frente a tan espantoso encuentro, el transitorio alivio se diluye ante la atrocidad de un escenario posapocalíptico en “Después”; y tal sentir aplastante, angustioso y desesperado irá en aumento, acompañándonos sin opción de resistirnos hasta el punto final de “Fátima”.
Los dos últimos relatos nos encuentran extenuados, abatidos; empapados de pies a cabeza en estas aguas negras, gélidas; tan verosímiles como abominables, y Sepúlveda, versado en afluentes atribulados y corrientes acongojadas, toma de vuelta el mando de la barca y no hay dudas del porqué: en “Salgamos a bailar” se vislumbra la ansiada orilla y es imposible no dejar algo de nuestras propias aguas salobres en ese río ya calmo, silente, redentor; y estando apostados en la ribera, en el cuento que cierra este libro, “En un pueblo chico”, el autor nos invita a un desembarco que bien vale toda la pena y la nostalgia de aceptar que hay heridas de infancia que cicatrizan a medias, mas con el consuelo de saber que en el único lugar donde no habita la muerte, es en la memoria.
Desde una nueva latitud, con la ropa algo húmeda y aún estremecida con el libro, escribo esto con una sensación de calidez. Desconozco si mi travesía será igual a la de otros, pero con total seguridad recomiendo leer esta obra, sin olvidar, la moneda bajo la lengua.