
Dimensionar el significado del retrato en la historia del arte es en cierto modo volver al origen, por el simple hecho de que no existe época o disciplina artística que no se rindiera a tan revelador ejercicio plástico, que resitúa la óptica representacional, colocando al centro al individuo. Concepción que, a mediados del siglo XVI, con los talleres de Murano, divulgó la técnica del espejo, expandiendo una novedosa forma de registro, que ya sumaba seguidores antes del Renacimiento, tal como lo expresan Galienne y Pierre Francastel en su libro homónimo.
“El retrato libre ya no busca ni la justificación sagrada ni la inserción en una composición más vasta. Pretende llegar a ser un cuadro por sí mismo y busca sobre todo los efectos visuales. Le preocupan el traje y el peinado. Se rodea de un fondo imaginario”.
Evidentemente, con el desarrollo de este recurso es que surgen numerosos caminos de expresión con los que se intenta contener la vaguedad de la imagen representada y personalizar la perspectiva de su autor, seducido por la emoción o la inventiva, hasta conformar una imagen, cuyo grado de novedad nos sorprenda, tal cual lo afirmó Alberto Savinio. “Es la revelación del personaje. Es él como nunca conseguirá verse a sí mismo en el espejo”. Justo lo que consigue Mauricio Garrido con su serie de «Retratos», expuestos en Galería Animal hasta el 24 de septiembre del 2022.
En consecuencia, lo que acapara mi atención es este “aparente” nuevo trazado dentro de la obra de Mauricio Garrido, que en primera instancia parece alejarlo de su zona de confort, o el aventurarse en un ámbito desconocido, pero no es así, ya que evoca las mismas temáticas, insertándolas con el oficio de un conocedor experto del collage análogo.
Lo que implica no sólo redoblar el esfuerzo, sino generar una infinidad de articulaciones en las que alude a un contexto metafórico donde pone en relieve la reconfiguración de un personaje que es y no es, el cual transita entre la sublimación y el reflejo que este creador nos insta a descubrir, generando una constante interacción con el aludido, desde donde continúa remarcando el mapa rutero de sus admiraciones y afectos, lo que deriva en una saga que tributa entre otros a Pipupina (su entrañable gata) Vicente Ruiz, Patricia Rivadeneira, Oscar Zenteno, Sebastián Jatz Rawicz, Cecilia, Violeta Parra, Jorge González o Karto, entre varios destacados personajes de la escena artística nacional, donde por cierto afloran muchas de sus fijaciones y ensoñaciones, que vuelven a dar vida a esta travesía sin fin.
Dicho en simple, perdura su esencia, expresada en ese insufrible y minucioso oficio de cortar cada imagen y recomponerla en favor de un constructo conceptual que robustece la atmósfera del retratado mediante un relato que el espectador desentraña auscultando cada realidad alterna o paralela, donde distingue además de su exuberante imaginación, diversos códigos encriptados que sólo él conoce, pero de los cuales se preocupa de ir dejando pistas, que al explorarlas con acuciosidad, el espectador descifra en este extraordinario periplo.
Es más, al hacer un recorrido visual de estos Retratos, es notorio que Garrido se apropia de la esencia y de toda esa cognición que tenemos de un otro, conformando una indagatoria en la que -bien lo sabe- estamos supeditados a su aproximación, la que él repasa de manera omnímoda, ya que no hay tópico (desde lo vernáculo a lo extemporáneo y desde lo barroco al mainstream) que no esté contemplado en este retrato-relato o acuerdo tácito entre el aludido y la interpretación, que por cierto está regida por un eje compositivo que a diferencia de la mayoría de los cultores del collage no se limita a crear sólo una atmósfera, sino que inserta al sujeto dentro de una cosmovisión que busca dar respuesta a lo dicho por el poeta Jesús Sepúlveda: “La consistencia de las cosas es un acuerdo entre nuestra idea de las cosas y las ideas que las cosas se hacen de uno mismo”.
Por tanto, no es erróneo afirmar que esta serie de retratos es una nueva forma de poner en valor al collage, que Garrido maneja con innegable maestría y esa prodigalidad de referencias y el consiguiente eco interno que emana cual volcán, y con el que acorta la distancia con el espectador, quien, al ver tal repertorio de imágenes, se entrega de lleno a este espejo que también lo está reflejando, dado que expande el campo perceptivo, creando un espacio constructivo integrado o especie de palimpsesto en el cual se reescribe un relato visual marcado por la familiaridad de los recuerdos, lo que guarda relación con la vertiente sensible de Garrido, que vez que se desborda, da pie para conformar un corpus que está en perfecta sincronía con los retratados, que no son otra cosa que el reflejo de los paisajes internos de este artista visual, pero con la majestuosidad y el surgimiento de la nueva veta: el retrato.